martes, 29 de septiembre de 2009

Sobre Heberto Padilla


Les dejo acá algunos poemas de Heberto Padilla, en referencia a lo que comentamos en clase el día de hoy. Saludos.

FUERA DEL JUEGO

A Yannis Ritzos, en una cárcel de Grecia.

¡Al poeta, despídanlo!
Ese no tiene aquí nada que hacer.
No entra en el juego.
No se entusiasma.
No pone en claro su mensaje.
No repara siquiera en los milagros.
Se pasa el día entero cavilando.
Encuentra siempre algo que objetar.

¡A ese tipo, despídanlo!
Echen a un lado al aguafiestas,
a ese malhumorado
del verano,
con gafas negras
bajo el sol que nace.
Siempre
le sedujeron las andanzas
y las bellas catástrofes
del tiempo sin Historia.
Es
incluso
anticuado.
Sólo le gusta el viejo Amstrong.

Tararea, a lo sumo,
una canción de Pete Seeger.
Canta,
entre dientes,
La Guantanamera.
Pero no hay
quien lo haga abrir la boca,
pero no hay
quien lo haga sonreír
cada vez que comienza el espectáculo
y brincan
los payasos por la escena;
cuando las cacatúas
confunden el amor con el terror
y está crujiendo el escenario
y truenan los metales
y los cueros
y todo el mundo salta,
se inclina,
retrocede,
sonríe,
abre la boca
“pues sí,
claro que sí,
por supuesto que sí...”
y bailan todos bien,
bailan bonito,
como les piden que sea el baile.
¡A ese tipo, despídanlo!
Ese no tiene aquí nada que hacer.


INSTRUCCIONES PARA INGRESAR EN UNA NUEVA SOCIEDAD

Lo primero: optimista.
Lo segundo: atildado, comedido, obediente.
(Haber pasado todas las pruebas deportivas).
Y finalmente andar
como lo hace cada miembro:
un paso al frente, y
dos o tres atrás:
pero siempre aplaudiendo.


LOS HOMBRES NUEVOS

Cuando los últimos disparos
resonaban en el turbio canal,
y a través de los vidrios deshechos
se empezaba a borrar el humo negro;
miramos, anhelantes,
sin advertir siquiera
que junto a la caserna abandonada,
bajo los parapetos corroídos
por la sangre y la lluvia,
ellos habían crecido
(sus ojos y sus manos y sus pelos)
y salían gritando hacia el jardín desierto:

“¡La vida es este sueño! ¡La vida es este sueño!”

Pero la vida, ¿era este sueño?
¿De verdad que pensabas en serio, mi viejo
Calderón de la Barca, que la vida es un sueño?


Más poemas acá.

martes, 15 de septiembre de 2009

Trabajo del primer periodo

Características para la entrega del trabajo del primer periodo revisado

Formales:
Extensión mínima de tres cuartillas
Alineación justificada
Fuente a 12 puntos (de preferencia Bookman, Garamond o Palatino)
Citar bibliografía referida

Contenido
Realizar un texto sobre los tópicos analizados en las primeras sesiones (caudillo, cultura, identidad, tránsito siglo XIX al XX, idea de América Latina et caetera).
La base de esa reflexión deben ser los textos analizados en clase.
Se puede hacer una relatoría de todos los textos abordados.
O la reflexión densa acerca de alguno de los conceptos.
O la profundización sobre alguno de los temas abordados, en cuyo caso se deben utilizar fuentes complementarias.

Género
Ensayo
Relato (siempre y cuando quede manifiesta la apropiación y reflexión de los textos analizados).
NO revisiones monográficas.

Fecha de entrega
22 de septiembre (no hay prórroga).

Disfruten su receso.

Prof. Édgar A. Mora

"Esa mujer" de Rodolfo Walsh


"Esa mujer" es un cuento de Rodolfo Walsh (el mejor escritor argentino a decir de Ricardo Piglia, entre otros), que hace referencia al periplo terrible que tuvo que seguir el cadáver de Eva Duarte de Perón (ver el documental La tumba inquieta, publicado anteriormente). La maestría de Walsh salva los asuntos escabrosos, pero no la sensación. Un excelente texto.


Esa mujer

El coronel elogia mi puntualidad:
         ­Es puntual como los alemanes ­dice.
          ­O como los ingleses.
          El coronel tiene apellido alemán.
          Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
          ­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
          Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
          Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
          El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
          Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
          Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
          El coronel sabe dónde está.
          Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
          El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
          ­Esos papeles ­dice.
          Lo miro.
          ­Esa mujer, coronel.
          Sonríe.
          ­Todo se encadena ­filosofa.
          A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
          ­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
          ­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
          ­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
          El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
          Entra su mujer, con dos pocillos de café.
          Contale vos, Negra.
          Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
          ­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
          ­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
          El coronel se ríe.
          ­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
          Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
          -Cuénteme cualquier chiste -dice.
          Pienso. No se me ocurre.
          ­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
          -¿Y esto?
          ­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
          El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
          -Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
          ­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
          -Le pegó un tiro una madrugada.
          ­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
          ­Pero el capitán N. . .
          ­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
          ­¿Y usted, coronel?
          ­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
          Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
          ­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
          ­Me gustaría.
          ­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
          ­Ojalá dependa de mí, coronel.
          ­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
          Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
          -Mire.
          A la pastora le falta un bracito.
          ­Derby -dice. Doscientos años.
          La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
          ­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
          ­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
          El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
          -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
          ­¿Qué querían hacer?
          ­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
          ­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
          -Y orinarle encima.
          ­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
          No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
          ­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
          El coronel bebe. Es duro.
          ­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
          Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
          ­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
          Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
          ­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
          ­No.
          ­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
          Vuelve a servirse un whisky.
          ­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
          Bruscamente se ríe.
          ­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
          Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
          -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
          ­¿Pobre gente?
          ­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
          ­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
          ­Ah, bueno ­dice.
          ­¿La vieron así?
          ­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
          La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
          ­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
          Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
          ­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
          ­¿Se impresionaron?
          ­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
          Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
          ­Beba ­dice el coronel.
          Bebo.
          ­¿Me escucha?
          -Lo escucho.
          Le cortamos un dedo.
          ­¿Era necesario?
          El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
          ­Tantito así. Para identificarla.
          -¿No sabían quién era?
          Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
          ­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
          ­Comprendo.
          -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
          ­¿Y?
          ­Era ella. Esa mujer era ella.
          ­¿Muy cambiada?
          ­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
          ­¿El profesor R.?
          -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
          En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
          ­¿Enciendo?
          ­No.
          ­Teléfono.
          ­Deciles que no estoy.
          Desaparece.
          ­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
          -Ganas de joder ­digo alegremente.
          ­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
          ­¿Qué le dicen?
          ­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
          Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
          ­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
          El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
          ­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
          Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
          -Llueve -dice su voz extraña.
          Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
          ­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
          Dónde, pienso, dónde.
          ­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
          Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
          ­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
          Y largamente llueve en su memoria.
          Me paro, le toco el hombro.
          ­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
          Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
          -¿La sacaron del país?
          -Sí.
          ­¿La sacó usted?
          ­Sí.
          -¿Cuántas personas saben?
          ­DOS.
          ­¿El Viejo sabe?
          Se ríe.
          -Cree que sabe.
          ­¿Dónde?
          No contesta.
          ­Hay que escribirlo, publicarlo.
          ­Sí. Algún día.
          Parece cansado, remoto.
          ­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
          La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
          -Cuando llegue el momento... usted será el primero...
          ­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
          Se ríe.
­         ¿Dónde, coronel, dónde?
          Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
          Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
          ­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.

[En Los oficios terrestres, Buenos Aires, De La Flor, 1986].

jueves, 3 de septiembre de 2009

Sobre La sombra del caudillo


Es la Revolución, la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo
y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida.
Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo,
en su pasado y en su sustancia,
para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad

La Revolución Mexicana, es un tema históricamente abordado por el cine, nacional e internacional, desde las producciones estadounidenses, a manera de noticias filmadas, documentales o ficción, captados en el momento mismo de la batalla, hasta los melodramas rancheros de los años cuarenta realizados por directores mexicanos.
          Con el triunfo de la facción constitucionalista sobre los ejércitos campesinos populares comandados por Francisco Villa y Emiliano Zapata, el nuevo estado se planteó la necesidad de modernizar al país a toda costa; gracias a ello, los realizadores mexicanos pudieron aspirar a convertir el cine en una floreciente industria a la manera de Hollywood o de Europa. Sin embargo el tema revolucionario había sido explotado por el cine extranjero y el gobierno decidió subordinar la nueva industria a sus necesidades y exigencias, prueba de ello es que en 1919, para contrarrestar la imagen externa que había del país, se estableció la censura como medio de proteger la integridad nacional.
          Salvo la producción de documentales y noticiarios propagandísticos, durante la década de los veinte y los primeros años treinta, asegurado el poder de los sonorenses comandados por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, el cine nacional procura ocuparse lo menos posible de aspectos políticos que revelan las contradicciones del estado emanado de la Revolución.
          El levantamiento de la fracción huertista, la rebelión cristera, las luchas antirreeleccionistas de Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez (que desembocan en la muerte de ambos líderes), el movimiento vasconcelista o los conflictos del periodo del "Maximato Callista", resultan temas prohibidos en las pantallas o, cuando mucho, aparecen en términos fílmicos, desde la perspectiva oficial de cada momento.
          Una excepción parece haber sido el documental Historia de la persecución religiosa en México (1929), realizado desde una óptica que simpatizaba con las demandas y luchas de la Liga de la defensa de la libertad religiosa y de su brazo armado, el ejército cristero. Sin embargo tendrían que pasar muchos años para que el cine mexicano se atreviera a mostrar las vicisitudes y características de los regímenes postrevolucionarios.
          En 1940 y en el contexto de la campaña almazanista, Fernando de Fuentes, el extraordinario realizador de El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935) —esta última censurada por el gobierno cardenista—, filma El jefe Máximo, elocuente sátira contra el maximato ejercido por Calles a través del Partido Nacional Revolucionario (PNR), convertido por Cárdenas en Partido de la Revolución Mexicana (PRM).
          Aun con esos antecedentes, tendrían que transcurrir otras dos décadas para que Julio Bracho llevara a la pantalla su versión fílmica de la polémica novela de Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo. Sin embargo durante régimen de Adolfo López Mateos, ex-militante vasconcelista, y a iniciativa de las altas esferas militares encabezadas por el General Agustín Olachea, la cinta fue prohibida hasta convertirse la obra maldita del cine mexicano y la censura ejercida contra ella sería levantada hasta treinta años después.
          La novela, publicada por primera vez en 1929 en Madrid, donde estaba desterrado su autor, fue prohibida a su vez durante algunos años en México, pues sus personajes resultaban fácilmente identificables con políticos reales: El caudillo es Álvaro Obregón; Jiménez, Plutarco Elías Calles; Aguirre, una mezcla de Adolfo de la Huerta y del General Francisco Serrano, asesinado junto con sus partidarios en Huitzilac, en 1927.
          En el México de los años veinte, se aproximan las elecciones. De los dos posibles candidatos, los Generales Aguirre (Ministro de Guerra) y Jiménez (de Gobernación), el primero tiene el apoyo del presidente, otro caudillo militar, por lo que Aguirre decide no postularse. Sin embargo, luego de una discusión con Jiménez y del enfrentamiento con el caudillo (por el secuestro de su amigo, el diputado Axkaná González), Aguirre acepta la candidatura a la presidencia. Al enterarse de que va a ser detenido en previsión de una revuelta, Aguirre acepta la protección del General Elizondo, a quien cree su partidario. Sin embargo, Aguirre es traicionado y, junto con buena parte de sus seguidores, abatido a tiros en la carretera de Toluca.
          La crítica al caudillismo postrevolucionario, implícita en la novela de Guzmán, se convirtió, en manos de Bracho, en un serio cuestionamiento a los principios autoritarios del sistema político mexicano en su conjunto, lo cual explica, más no justifica, la prohibición del mencionado filme, auténtico clásico de nuestra cinematografía. En la secuencia final de La sombra del caudillo su realizador pudo plasmar, con la contundencia requerida, una interpretación de la matanza de Huitzilac, Morelos, en la que Francisco R. Serrano y un grupo de simpatizantes perdieron la vida en una forma por demás trágica.
          Los obstáculos oficiales a la exhibición de esta película influyeron negativamente en el ánimo de productores y cineastas, quienes a partir de 1970 comenzarían un lento pero irreversible proceso de distensión de la censura, que sin duda favoreció la realización de películas como: De todos modos Juan te llamas de Marcela Durán, La guerra santa, o A paso de cojo de Luis Alcoriza. En ellas se plantearon, con mayor o menor fortuna, diversos aspectos de la rebelión cristera y de su contexto sociopolítico.
          Debido a varias causas (entre ellas la profunda crisis de la industria), el cine mexicano de las últimas dos décadas, por lo general, no ha vuelto a plantear una reflexión seria en torno a la Revolución Mexicana y al periodo postrevolucionario. Cabe esperar, que las actuales circunstancias motiven nuevos planteamientos cinematográficos sobre estas etapas cruciales y determinantes de nuestra historia.

Sugerencias de análisis
México es uno de los países en el mundo que tienen el privilegio de ver, apreciar y estudiar una de sus más importantes etapas históricas registradas cinematográficamente. Pensemos en toda la riqueza que nos brindan estas imágenes, los héroes y caudillos fotografiados en movimiento, y lo que significarán estos archivos para las generaciones futuras.
          Reflexionemos en valor de los camarógrafos que arriesgaron su vida, y registraron estos importantísimos sucesos históricos sin imaginar su trascendencia futura.
          En el ámbito de literario, la novela de la Revolución Mexicana es uno de los movimientos artísticos más importantes de nuestro país, pieza clave de este movimiento es el propio Martín Luis Guzmán. Dialoguemos sí el cine mexicano ha estado a la altura de este movimiento literario.
          Investiguemos con mayor profundidad la enorme figura del escritor Martín Luis Guzmán, sobre su vida y sus obras, ya que es uno de los más grandes escritores del siglo XX en nuestro país.
          En La sombra del caudillo tanto en la novela como en la película, aparece con claridad el fenómeno conocido como "caudillismo"; un verdadero problema social que ha padecido toda América Latina similar al caciquismo. Analicemos estos fenómenos para su mejor comprensión.

Leer el libro:

La sombra del caudillo de Julio Bracho

Basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán, narra la historia de la sucesión presidencial en los años 20's, que aunque los nombres están cambiados, los personajes son fácilmente reconocibles: el Caudillo es el Gral. Álvaro Obregón; Jiménez es Plutarco Elías Calles; y Aguirre, una mezcla de Adolfo de la Huerta y del general Francisco Serrano, asesinado junto con sus partidarios en 1927.
         Esta es la película MÁS CENSURADA en la historia del cine mexicano (1960-1990); su director, Julio Bracho, muere en 1978 sin poder ver exhibida su estupenda obra.

         Se estrena el 25 de octubre de 1990 en la sala "Gabriel Figueroa" de la ciudad de México, con una copia de muy mala calidad en 16 mm. lo cual hace sospechar que el negativo original de 35 mm. pudo haber sido destruido por quienes desearon que esta película jamás se hubiese filmado y exhibido.


(En las últimas tres partes está lo que nos faltó de ver en clase).


Parte 1/12


Parte 2/12


Parte 3/12


Parte 4/12


Parte 5/12


Parte 6/12


Parte 7/12


Parte 8/12


Parte 9/12


Parte 10/12


Parte 11/12


Parte 12/12

martes, 1 de septiembre de 2009

Sobre Canudos


(Vía Wikipedia.org)

La Guerra de Canudos es un sangriento episodio de la incipiente República brasileña. Canudos le hizo frente a varias expediciones militares y sólo la última pudo derrotarlo.

El conflicto tenía su origen en el mismo establecimiento de Canudos, en las áridas tierras ("sertão" o "caatinga", en Portugués) al noreste del estado (por aquel entonces provincia) de Bahia. Bahia en este tiempo era una zona desesperadamente pobre, con una economía deprimida basada en la subsistencia de la agricultura y el criado del ganado, sin grandes ciudades, y una población sin derechos compuesta principalmente por antiguos esclavos negros(libertos que abandonaron la esclavitud con la Ley de 1888), empobrecidos y desarraigados, indígenas y mestizos. Este fue el campo de cultivo para la aparición del fanatismo religioso, movimientos mesiánicos e insatisfacción con el Régimen republicano recientemente instalado (declarado el 15 de noviembre de 1889 después de un golpe de estado contra el Emperador, Dom Pedro II, que seguía siendo querido por el pueblo).

En este escenario apareció uno entre muchos otros predicadores místicos espirituales, Antônio Vicente Mendes Maciel, también conocido como Antonio Conselheiro ("El Consejero"), quien deambulaba de villa en villa con sus seguidores, haciendo pequeños ritos y demandando apoyo de las pequeñas granjas. Antônio Conselheiro afirmó ser un profeta y dijo que el legendario retorno del rey portugués Sebastián estaba cerca. Después de deambular por las provincias de Ceará, Pernambuco, Sergipe y Bahia, decidió en 1893 establecerse definitivamente con sus seguidores, un considerable número, en la granja de Canudos, cerca de la ciudad de Monte Santo (Bahía) en la rivera del Vaza-Barris. Pronto sus predicaciones y promesas de un mundo mejor atrajeron a casi 8.000 nuevos residentes, que comenzaron a causar problemas en la región. Temiendo la invasión de la ciudad de Juazeiro por los "Conselhistas", con quienes habían tenido problemas comerciales, se desató la histeria en el gobierno provincial. Una visita de dos monjes capuchinos a Canudos no fue suficiente para calmar a la población; uno de ellos acusó erróneamente a Antônio Conselheiro de tratar de liderar una levantamiento monárquico.

Para la opinión pública, los gobernantes y el clero, el movimiento adquiría tintes cada vez más opositores a la República, dado que negaban la legitimidad de los matrimonios civiles y del censo (instrumento, pensaban, para el retorno de la esclavitud). Además, el noreste del país había pasado por una de las peores épocas secas de su historia. De los desiertos seguía llegando gente continuamente a Canudos; mientras los cangaçeiros del Conselheiro asaltaban haciendas, villas y pequeñas ciudades para abastecer la colonia.

El gobierno de la República, recién instalado, quería dinero para materializar sus planes, y se puso a recolectar impuestos a tal fin. El estado comenzó a enviar tropas en pequeñas expediciones para invadir la aldea, pero éstas eran irremediablemente diezmadas por el bando de los beatos. No obstante, la muerte del coronel Moreira César cambió el curso de los combates. En 1897, en la cuarta incursión de tropas gubernamentales a la región, los militares incendiaron Canudos, mataron a toda la población y degollaron a los prisioneros.

La Guerra de Canudos propiamente dicha duró un año y, según la historiografía, se movilizaron más de diez mil soldados de 17 Estados brasileños, distribuidos en cuatro expediciones militares. Se calcula que murieron más de 25 mil personas, culminando con la destrucción total de la ciudad que sirvió de escenario.

Acá pueden checar un proyecto fotógrafico relacionado con la región y aquí el artículo "Canudos: reflejo de la sociedad brasileña del siglo XIX" de Mildred Morales Cruz.

La guerra de las imágenes


Siguiendo un punto de vista que no es el del pensamiento figurativo, ni el de la historia del arte o del contenido de las imágenes, sino el del análisis de los programas y políticas de la imagen y las funciones que ha desempenado en una sociedad pluriétnica, Serge Gruzinski recorre el Mexico colonial y barroco. Nos muestra así hasta qué punto se asemeja al mundo en que parecemos hundirnos en la actualidad, debido a la fascinación y la omnipresencia de la imagen reproducida en todas partes, al mestizaje de las razas, las religiones y las culturas, al desarraigo de los seres y la memoria. En esta obra, Gruzinski descubre un hilo conductor en el que caben los mismos temas: las falsas imágenes, las réplicas demasiado perfectas, la imagen portadora de historia y de tiempo, la que escapa a su creador y se vuelve contra él, o la violencia de la destrucción iconoclasta porque, afirma el autor, "la ciencia ficción no nos enseña más que nuestro presente". Por motivos espirituales (necesidad de la evangelización), de comunicación (facilidad de comprensión de la imagen frente a la variedad de lenguas indígenas) y técnicas (auge del grabado), la imagen desempeñó un papel decisivo en la conquista y colonización del Nuevo Mundo. Sin embargo, las poblaciones autóctonas y posteriormente indias, negras y españolas no se concretaron a recibir pasivamente esas imágenes, sino que les imprimieron su propio sello y llegaron a convertirlas en expresión de identidad o instrumento de resistencia y rebeldía. Así pues, la obra analiza simultáneamente la acción del colonizador y la reacción del colonizado a través del concepto seductor, pero casi siempre inasible, de 'lo imaginario'.

Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes: de Cristóbal Colón a Blade Runner (1492-2019), México, FCE, 1994, 224 pp.