jueves, 15 de abril de 2010

Botín de guerra de Julio E. Nosiglia


Introducción
El 24 de marzo de 1976, un nuevo golpe militar sacudió la sociedad argentina. A partir de esa fecha, el aparato represivo –que ya desde antes venía perfilándose y operando en el país– de aceitados engranajes y bestiales procedimientos, detentó en sus manos la totalidad del poder público. El Estado Terrorista surgió entonces en todo su esplendor, llevando a su máxima expresión la Doctrina de la Seguridad Nacional. En su seno, se abrazaron fraternalmente los representantes de la oligarquía, los de la Patria Financiera y sus primos hermanos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, verdadera Patria Torturadora a esa altura de los acontecimientos. Desde lejos, el capital multinacional y el imperio aprobaban. Desde más cerca, el Poder Judicial obedecía y la población ignoraba o prefería ignorar, amedrentada. Desde las catedrales, la inmensa mayoría de la jerarquía eclesiástica guardaba un silencio que, no pocas veces, parecía más bien una bendición.

En medio de ese panorama fue que dio comienzo la depredación. En lo exterior, los militares que gobernaban la Argentina eligieron el camino del apoyo a los más reaccionarios regímenes del continente –en ocasiones contribuyeron también a derribar autoridades constitucionales de países vecinos– y el del respaldo a las más sangrientas aventuras intervencionistas yankis. En lo interior, entronizaron el genocidio. De acuerdo con fascistas –y por momentos delirantes–reglas de juego unilateralmente impuestas, miles y miles de ciudadanos mayores de edad o apenas adolescentes, de muy variado compromiso militante –y algunos de ellos carentes de toda actividad política– fueron calificados como potenciales enemigos y pasaron a engrosar las siniestras listas que caracterizaron al Proceso: las de los torturados, las de los fusilados, las de los desaparecidos.

Eran los días de la puesta en marcha de un plan minuciosamente elaborado y dirigido por los jefes máximos de las Fuerzas Armadas y aplicado luego por una suboficialidad y por unos oficiales intermedios netamente verdugos, que aún visten uniforme y levantan –cada vez más– la voz desde los cuarteles. Eran los días de quienes aseguraban su deseo de reimplantar la decencia pero se enancaban en la corrupción, de quienes afirmaban haber llegado para fundar la paz pero traían la muerte, de quienes reivindicaban la propiedad pero robaban, de quienes lagrimeaban de emoción frente a la familia pero la destruían. Eran, en fin, los días de los lobos ya sin pieles de oveja que los disimularan.

Ni los niños se salvaron de ese apocalipsis. También formaron parte de la extensa procesión de las víctimas. Si sus padres fueron los rehenes, ellos se convirtieron en botín de guerra. Ser asesinados durante acciones represivas, ser masacrados en el vientre de sus madres, ser torturados antes o después del nacimiento, ver la luz en condiciones infrahumanas, ser testigos del avasallamiento sufrido por sus seres más queridos, ser regalados como si fueran animales, ser vendidos como objetos de consumo, ser adoptados enfermizamente por los mismos que habían destruido a sus progenitores, ser arrojados a la soledad de los asilos y de los hospitales, ser convertidos en esclavos desprovistos de identidad y libertad, tal el destino que le tenían reservado los uniformados argentinos.

Terribles sus historias. Este libro sólo pretende recoger algunas de ellas. Y las de las mujeres que entre el dolor y la esperanza los buscaron y los seguirán buscando hasta encontrar a todos y hasta que se haga realidad ese clamor que pide castigo a los culpables.

Si quieres bajar el libro de Julio Nosiglia que documenta acerca del secuestro de niños en la dictadura militar argentina, puedes intentar por aquí.

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